domingo, 3 de junio de 2007

Caminata en La Roqueta


Un amigo se acercó al muelle de Caleta con su lancha y le pedí me pasara a la Isla de la Roqueta. Decidí dar una caminata por un lugar que hace mucho tiempo no visitaba, el corazón de la península de Las Playas.
Bajando cerca del nuevo muelle me di cuenta de que hay un tramo hecho con bolsacreto. Espero no interrumpa la deriva litoral y provoque azolvamiento a corto plazo. De ahí busco los antiguos caminos de acceso hacia el centro de la isla y comienzo el ascenso.

Me encontré con una mapa guarecido por una casita con varios puntos en los que el visitante puede descansar o guiar su recorrido. Los nombres, muy apropiados: Plaza Mangos, Plazoleta Tiburón, Plazoleta Jurel. Me llaman la atencion las que tienen nombre de peces, pues incluyen al bagre, un pez que no es marino ni común en el mar. Me hace pensar que el listado de peces fue producto de un viaje de alguien que no sabe de mar a la sección de mariscos de la Comercial Mexicana.

Me enfilé hacia el faro. Parece mentira. A mis cuarenta y cinco años de edad nunca lo he visitado; es tiempo de ir a verlo. La subida no es muy empinada, pero definitivamente si hizo impacto en mi cuerpo no acostumbrado a este ejercicio. En algunos lugares se ven rampas nuevas, quizá construídas por la malhadada empresa que quiso trabajar los deportes extremos y quizá “algo” mas. Encuentro un letrero que anuncia un resguardo naval y otro muy gracioso que invita al excursionista: “No se detenga…visite el faro”. Un aburrido marino me recibe y me dice que puedo pasar a disfrutar de la vista, la cual es por supuesto espectacular. El faro es pequeño, con muy buen mantenimiento y con una luminaria que tiene aspecto de ser muy antigua, pero que aun así noche con noche lanza su deslumbrante haz de 26 millas de alcance.

Me propongo conectarme más directamente con la naturaleza y para esto me descalzo y camino sobre las hojarasca seca y el camino desgastado por la lluvia. Sigo el recorrido hacia los miradores que se encuentran en la parte trasera de la isla. Es fácil llegar a si se camina con energía. Me detengo en uno de ellos y admiro el paisaje. El sol cae como un chorro continuo sobre la espalda y la cabeza y resulta pesado tolerarlo hasta que poco a poco calcina cualquier resto de sedentarismo y delicadeza citadina.

Me subo a unas rocas que cuelgan peligrosamente sobre un despeñadero y desde ahí me siento parte del paisaje. Una partícula más de sal que empuja la brisa marina hacia la costa. Un obstáculo más que sombrea la tierra sobre la que está parado. Unos ojos más que beben el azul del mar mientras se ve invadido por recuerdos. Visito varios miradores más, cada uno compitiendo con el anterior en espectacularidad y paisaje. Cada uno desgastando más mi ánimo de explorador venido a menos. Pero llega un momento en que el deseo de ver lo que hay mas allá rebasa lo que el cuerpo cree resistir.

Sigo caminando y me admiro de las bellísimas paredes inclinadas de granito con que me encuentro. Es un mosaico de colores pardos y texturas granulosas que fascinan a la vista que inútilmente trata de encontrar un patrón reconocible. Camino hasta a ellas. En este sitio sube con fuerza el aroma del mar. Sal de mar, combinada con mariscos y una brisa fina que sazona y realza todo. El sol se ha movido un par de grados en el horizonte pero no ha cejado en su intento de aplastarme con sus rayos contra el suelo. Me escondo de él bajo el follaje reseco de la temporada de estío de la isla y me siento en una roca fresca para recuperar el aliento.

Vienen a mí imagenes de mas de veinte años de edad, cuando desde mi escondite alcanzo a visualizar la Piedra de la Cagada, lugar a donde tantas veces fui a bucear. Se alcanza a distinguir la fuerte corriente marina que la caracteriza, río que cruzábamos y en el que me sumergía para arponear los grandes pargos y jureles que abundaban en el área. Precisamente en el lugar que veo frente a mi capturé un pez gallo que estubo a punto de ahogarme pues su nado tan potente no me dejaba arrimar a la varilla para controlar su lucha. Recordé como al llegar a la superficie grandes motas negras invadían mi visión mientras recuperaba el aliento después de haber luchado durante más de dos minutos bajo el agua con la bella saeta plateada.

No tuve la precaución de llevar agua para tomar asi que la sed para entonces se ha instalado como tirana de los pensamientos y mi mente regresa a su fase más primitiva queriendo recordar alguna fuente de agua dulce de la isla para abrevar en ella. Me muevo hacia la parte baja que desemboca en la playa de Las Palmitas y la sombra de la isla disminuye un poco la exigencia de agua del cuerpo, pero no desaparece por completo. De este lado los olores naturales de la isla se ven subrayados por la humedad del ambiente. El olor dulzón de la tierra negra y las hojas en descomposición, el aroma seco de la corteza de los árboles, la omnipresente sal del oceáno.

Un chug-chug ordinario proveniente de la planta de energía eléctrica del restauante Palao comienza por matar el hechizo del silencio de la isla y me prepara poco a poco para regresar a la civilización. Paso frente al muelle y me alcanza el sonido fuerte de música que anima a los turistas al mismo tiempo que me desanima a mi. Llego a la playa y hay un río de visitantes que desembarcan para llenar de parches multicolores la arena dorada y las aguas bajas con mínimo oleaje. ¿Sabrán de las maravillas que estan a sólo unos minutos de caminata desde el muelle? ¿Sabrán del sabor fuerte a soledad que esta a solo un poco de cansancio de distancia? Mejor que no lo sepan. Así lo reservamos para nosotros para descansar de nosostros.
Camine por La Roqueta: http://www.guiainmobiliaria.com.mx

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